Autora: Aída Naxhielly
Comunidad: Cosoltepec / Huajuapan de León, Oaxaca
Aquí no más vergüenza por la piel,
por la lengua, por el vestido, por la danza,
por el canto, por el tamaño, por la historia.
Aquí el orgullo de sernos
morenitas, chaparritas, llenitas,
ñuu savis bonitas,
ñuu savis valientes,
con la frente digna
aquí no el silencio
aquí el grito
aquí la digna rabia.
Bety Cariño
Nsikuinu ini kuei
Aidee Mendoza
Días antes al 8 de marzo, mientras compraba las pinturas para la manta y los carteles que hicimos entre amigas, pensé en las otras veces que asistí a marchas feministas y recordé lo poco cómoda que me sentía. Si bien la lucha antipatriarcal es fundamental en mi vida, había un sentimiento de extrañeza que me impedía sentirme verdaderamente acompañada, como una especie de muro que me distanciaba de las otras. Pero en ese momento había algo distinto: era la primera vez que marcharíamos juntas como mujeres indígenas organizadas horizontalmente; para algunas era también la primera vez que irían a una manifestación feminista. La idea de que estaría junto a mujeres que admiro y quiero me hizo sonreír. Además, gracias a la red de conocidas y amigas, supimos que había otro grupo organizado que convocó a un ritual unas horas antes de la marcha, lo cual significaba que conoceríamos a más compañeras y confirmaba que nos estábamos hallando para accionar.
Llegado el día hubo quienes fueron desde temprano a Revolución para el ritual convocado, pero yo preferí acudir a la concentración en Ecatepec –el municipio con más feminicidios registrados en México– donde me encontré con un ambiente doloroso: lágrimas, abrazos colectivos y gritos con mucha rabia. La organización de mujeres que viví ahí es algo que merecería un escrito exclusivo que me permita expresar todo lo que he pensado al respecto, pero me quedó claro que el reclamo constante hacia la falta de acuerpamiento en las periferias urbanas estaba bien justificado. En eso, me parece, hay cierta similitud con nuestra experiencia como parte de comunidades migrantes e indígenas: el olvido de aquellas que vivimos y venimos de contextos distintos, a quienes otras nos utilizan a nivel retórico para fundamentar su actuar, aunque en la práctica quedamos relegadas a “las que no tienen voz” incluso cuando estamos ahí, enfrente, alzándola.
Tras la concentración en Ecatepec, nos trasladamos hacia distintos puntos, entre ellos la CDMX, a donde llegamos sin problema ni retraso. Porque hasta en eso pensaron las mujeres organizadas de Ecatepec, en no traslapar horarios esperando que más personas llegaran, para que eso no fuera un problema para las otras, las capitalinas…
Llegamos a Revolución y caminé con una amiga –a cuyo corazón, por cierto, le debemos algunas de nuestras consignas– hasta que encontramos al contingente. La cabeza me dio vueltas por distintas inquietudes… pero lo que más me preocupaba era pensar cómo reaccionaría la gente al vernos y escucharnos. No porque necesitemos nunca su visto bueno para accionar, sino porque me inquietaba la idea de ser vistas con una mirada tan familiar y dañina: esa que exotiza, folkloriza y coloniza. Incluso entre mujeres.
Y no me equivoqué.
Mientras esperábamos para avanzar, vi algo que me revolvió el estómago. Una mujer güera estaba parada al lado del contingente sosteniendo un letrero en alto, orgullosa: “Estoy aquí por mis mujeres indígenas”, subrayado incluido. Me parece bastante cansado tener que argumentar en este espacio por qué no le pertenecemos a nadie, insistir en que no somos objetos ni necesitamos que alguien más hable por nosotras. Es hasta ofensivo. La mirada paternalista que se cierne sobre nuestras vidas no es un ningún halago: más bien resulta molesta porque nos quiere mantener en un perpetuo estado de indefensión, pasando por alto nuestra capacidad política. Ahí estábamos, aquí seguimos y ya debería estar claro.
Pero el enojo no se quedó ahí porque pasó otra cosa terrorífica: otras mujeres llegaron a posar para tomarse fotos con nuestro contingente como su fondo. Ahí, en plena marcha feminista, en una ciudad “moderna”, se hizo presente la narrativa visual que nos pone de utilería colorida, que con su mirada nos despoja –nuevamente– de nuestra humanidad y nos piensa como “algo simpático”. Todo ocurrió tan rápido que no me dio tiempo de reclamarles, pero les dije a mis amigas e inmediatamente compartieron la indignación. Ese hecho nos puso en estado de alerta y no debió ser así: se suponía que la marcha era un espacio seguro porque estábamos entre mujeres, pero me volvió a quedar claro que las violencias que atraviesan nuestras corporalidades y vidas no son sólo las relativas al patriarcado. El racismo sigue ahí, vigente, y también nos tenemos que cuidar de él.
Tras un buen rato sin movernos, la inquietud nos invadió pues vimos a otros contingentes avanzar y entonces empezamos a meternos. Recuerdo perfecto cómo nos abrimos paso con el grito de Mujeres indígenas, mujeres visibles para no perdernos. Estábamos sobre Avenida de la República, pasando al lado de otros contingentes cuando, al vernos y escucharnos, empezaron a aplaudir y gritar. Habrá quienes hayan tomado eso como una recibida calurosa, pero yo no. A mí me ardió la cara del coraje acumulado. Yo no estaba ahí para recibir su aprobación en forma de ovaciones, ni me interesaban en absoluto si en su día a día seguían –siguen– perpetuando el colonialismo. Vi cómo sacaron sus celulares en avalancha para tomar fotografías y grabar, y eso me pareció que respondía también a una mirada exotizante de: “ve, qué curioso”. Ahora que lo pienso, esa actitud no la vi hacia ningún otro contingente: lo más cercano fue cuando pasaron las familias de las víctimas de feminicidio porque también les abrieron paso, pero ahí no hubo vítores sino silencio respetuoso; ahí no sacaron sus cámaras para capturar algo que después “presumirían”, sino miradas bajas. La forma en que reaccionaron me hizo sentir como pieza de museo o animalito tierno que querían conservar en su memoria interna. Mi rostro no me dejó ocultar la incomodidad.
Tras una breve caminata, encontramos un espacio entre contingentes y finalmente nos quedamos ahí. Uno de ellos resultó ser el grupo de la ENAH que un momento después gritó: Mujeres indígenas, la ENAH las respalda. “Pues que dejen de hacer extractivismo”, comentamos entre amigas, riendo.
La marcha avanzó y vimos a otras mujeres rayando y golpeando. Ocurrió entonces una división interna: quienes gritaron No violencia y quienes optamos por Fuimos todas. Porque en el contingente había una diversidad que reflejaba bien un hecho: que distintas personas, comunidades y naciones se han nombrado bajo una misma categoría política por motivos varios, pero eso no significa que seamos calcas ni de acción ni de pensamiento. Estas diferencias en la percepción sobre los hechos "violentos" causó un poco de ruido. Alguien nos dijo que el acuerdo previo –del cual muchas no sabíamos pues no llegamos al ritual–, era no involucrarse en esos actos y replegarse en caso de peligro. Pero otras consideramos que respaldar a las demás con una consigna mientras caminábamos, no era lo mismo que poner el cuerpo en primera línea. Hubo alguna que se incomodó y decidió irse. Nuevamente un recordatorio necesario de la diversidad en la que también hay disenso.
Seguimos caminando y gritando las consignas que nos identificaron. Mujeres contra la guerra, mujeres contra el capital. Cuando nos veían, había quienes todavía nos aplaudían y sacaban sus cámaras, quienes se querían unir. Mujeres contra el racismo y el despojo territorial. Un buen número de quienes gritaron junto con nosotras el primer verso o simplemente nos miraban, se desconcertaron ante el final modificado. Incluso escuché a alguna molesta porque ese “no era el espacio”, pero nosotras insistimos porque era –es– vital.
Estábamos en la esquina de Bellas Artes, cerca de donde había conflicto con la policía, cuando a la distancia vi algo que me dio mucha fuerza: al bloque negrx abortando blanquitud, conformado por personas afrodescendientes organizadas. Me acerqué a saludar a una de sus integrantes a quien conocía por redes sociales –porque en esta época así también se tejen alianzas–, y le enseñé el cartel que llevaba: "Ante el blanqueamiento feminista, rebeldía antirracista"; ella, sonriendo, me mostró el suyo: "Cállate, blanca".
Regresé con mi contingente y seguimos avanzando sin dejar de replegarnos porque había policías y tronidos; hubo un poco de nerviosismo, pero recordamos que no nos íbamos a dejar. Caminamos y terminamos justo detrás del bloque negrx y lo que siguió quedó grabado en mi mente. Alerta, alerta, alerta que camina la lucha antirracista por América Latina. Nos voltearon a ver y noté que les brillaron los ojos, que se les dibujó una sonrisa en la cara. Y tiemblen, y tiemblen, y tiemblen los racistas. A diferencia de las miradas con extrañeza que percibí antes, acá nuestras consignas tuvieron eco, fueron abrazadas. Gritamos y brincamos al ritmo de los instrumentos que llevaban. El feminismo será antirracista o no será. Nos encontramos.
Finalmente llegamos al Zócalo y sentí que ya no tenía voz.
Una de las mujeres que caminaba a mi lado, lloró mientras gritaba a todo pulmón. La emoción de sabernos juntas se le desbordó por los ojos. Esas lágrimas encendieron algo en mi interior, confirmándome que estaba donde debía. Vi a mis compañeras y la certeza de que no estaba sola por fin me invadió entera.
Grité otra vez con lo que me quedaba de fuerza.
Aquí está mi esperanza.
A Claudia, Frida, Rocío, Yajayra, Bety, Elena, Jocelyn, Violeta, Diane, Yareli, Evelyn, Karina, Mari, Luci, Rocío, Zaira y todas con las que ahora camino.
A Ana Karen y Mayte por el acompañamiento.
Autora: Aída Naxhielly
Lugar de origen: Cosoltepec / Huajuapan de León, Oaxaca
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